miércoles, 25 de agosto de 2010

¡Habla, San Pedrito!

Augusto Rubio Acosta

Mamá no recordaba mucho, pero hizo el esfuerzo; se puso a buscar en el tiempo, en ese pasado brumoso alojado junto a los buenos recuerdos de cuando era niña y su madre le contaba historias mientras la familia toda saboreaba camotes y choclos asados junto al fogón de su vieja casa. “Tu abuela Isabel llegó a Chimbote en 1945. Llegó en el tren junto a mis hermanos mayores, trajo sus cosas a bordo de una serie de vagones enganchados a esa vieja locomotora Henschel que iba y venía de Huallanca atravesando túneles y puentes metálicos; todavía no empezaba la migración hacia el puerto, pero muchos campesinos -y familias enteras de la sierra- ya querían venir a mirar hacia el mar…

Las ofrendas florales flotaban a lo lejos sobre el mar ondulante. Era 29 de junio y estábamos en La Caleta, a la orilla del mar; hacía frío y los pescadores elevaban oraciones al cielo en memoria de sus compañeros trágicamente desaparecidos durante las faenas de pesca. La imagen de San Pedrito recorría la bahía a bordo de su lancha, lo seguían una serie de embarcaciones atestadas de fieles y de quienes -por el hecho de poseer fortuna y poder- marginaban al resto y querían estar “más cerca” de Dios. En la orilla, esperábamos pacientemente junto a la Hermandad de San Pedrito -la única que, según mamá, está reconocida en el mundo- a que llegase el Santo Patrón, a que descendiese de su bote a la playa mientras reventaban las bombardas en el cielo para alegría de todos.

- Pero, Mamá, ¿y San Pedro, qué me cuentas?...

- De San Pedrito te puedo contar lo poco que sé, pero no es mucho; quien sabe sólo lo que he vivido, hijo…

Su relativa juventud, hacía que mamá no constituya una buena fuente de información; no alcanzaba, tenía que sumergirme más atrás en el tiempo, escarbar en el pasado, conversar con las personas correctas y hurgar debajo de los escombros de la memoria si deseaba de veras conocer de primera mano la historia del Santo Patrón.

Desde esa mañana en La Caleta -lo recuerdo bien- me propuse convertirme en cazador de la historia de San Pedrito, me dediqué a hurgar en bibliotecas públicas y estantes de libros de casas ajenas en busca de mi más grande obsesión por aquéllos días. Al principio, lo único que obtuve fueron historias nada convincentes o mal hilvanadas, de boca de nada fiables interlocutores. Visité Huanchaquito, recorrí el lugar que décadas atrás fue “La ramada” e interrogué a investigadores históricos y a periodistas retirados que -igual- a nada bueno me condujeron. Me reuní con antiguos pobladores de Chimbote y tomé anotaciones, me empezaron a sonar familiares un puñado de añejos apellidos portuarios y grabé audios producto de mis largas conversaciones con ellos, los mismos que escuchaba repetidamente y analizaba por las noches en casa; hasta llegué al desaliñado ex local de la Hermandad, en el barrio más antiguo del puerto, para indagar sobre la historia del patrón de los pescadores. En ese camino, una tarde mientras mi abuela freía cachangas y yo le contaba mis noches de insomnio, ella prometió presentarme a sus viejos contertulios a quienes acompañé pacientemente durante los posteriores fines de semana en sus diálogos y devaneos sosos, en sus alucinaciones, hasta en las palabras subidas de tono en las cosas que me contaron. Exhausto, decepcionado si cabe el término, convencido de la enorme ignorancia de los chimbotanos respecto a nuestra historia, una noche -en la que para variar “cabeceaba” en el sofá, muerto de sueño frente al televisor encendido- la abuela Isabel me señaló el hilo de la madeja, me dijo que ya estaba bueno eso de jugar al historiador fracasado y que era hora de tomar al toro por las astas: “hijo, por las puras mi sangre no circula por tus venas”... A pesar que eran las once de la noche, no tardé mucho en salir a la calle y caminar hasta la primera cuadra de la avenida Pardo, no titubeé en tocar la puerta e ingresar al templo para insistirle al párroco que se haga de la vista gorda un buen rato y me permita pernoctar en el lugar, dialogar a solas con mi interlocutor. De ese tiempo data esta breve conversación, esta especie de crónica, de reportaje a San Pedrito…


- Así que te llamas Josemaría y me estabas buscando, ¿qué quieres, hijo?...

- En realidad, disculparás el atrevimiento San Pedrito, pero tengo demasiadas incógnitas en la cabeza; quisiera me concedas una entrevista, a ver si puedo despejarlas...

- ¿Entrevista?, ¿aquí?, ¿no estás demasiado mocoso para jugar al periodista, hijo?, ¿sobre qué quieres hablar, muchacho?

- Bueno, acabo de cumplir doce años de edad, me encargo del periódico mural de mi colegio, y si pensé en este lugar para la entrevista fue porque siempre me ha parecido tranquilo; sin embargo, San Pedrito, si conoces un mejor sitio podríamos trasladarnos hasta allá. Me gustaría conocer más de ti, de la historia que has podido vivir, de tus orígenes, de mi ciudad…

- Mira, muchacho, la verdad nadie me había venido antes con estas exquisiteces. Los hermanos pescadores me cargan y punto; me pasean por la bahía, se emborrachan, orinan en las pistas, vomitan en los parques y revientan cuetes, Chimbote se convierte en una fiesta a la que han puesto mi nombre y ya; sólo unos cuantos vienen al templo verdaderamente a rezar, los tiempos han cambiado, hijo… Pero te escucho, a ver, qué quieres saber…

- ¿Dónde naciste San Pedrito?, ¿de dónde vienes?

- Bueno, para empezar mi verdadero nombre no es San Pedrito sino Simeón, y nací en Cafernaún, un pueblo pequeño a orillas del mar de Galilea, uno de los lugares elegidos por Jesús para transmitir sus mensajes y realizar algunos de sus milagros. Si revisas el Nuevo Testamento verás que mi pueblo de origen es llamado “la ciudad de Jesús”, un espacio donde casi todos se dedicaban a la pesca, la agricultura, a fabricar utensilios de arcilla y vidrio, al comercio… De ahí vengo. Un día Jesús me encontró, junto a mi hermano Andrés, echando las redes al agua y nos dijo: “Síganme y los haré pescadores de hombres”. Mi llegada a Chimbote es una larga historia, a ver si poco a poco la vamos deshilvanando, muchacho…

- Pero Galilea está donde ahora es Israel, ¿no es así?... ¿Cómo hiciste para llegar hasta acá?, ¿por qué te cambiaste de nombre?

- Cuando salí de Galilea me uní a Jesús y me hice su discípulo. Predicamos juntos en muchos lugares; en el camino otros pescadores también se sumaron al núcleo originario de los doce apóstoles, a nuestra causa. A pesar que nunca estudié, creo que siempre tuve una fuerte personalidad, quien sabe por eso Jesús me nombró su portavoz oficial, fue él quien me puso el sobrenombre de “Pedro” y te explico por qué: “Pedro” se traduce al latín como “piedra”, Jesús me puso así al señalar que era sobre mí donde habría de edificar su iglesia.

Mi llegada a estas tierras obedece a que la fe que me profesan muchos chimbotanos, en realidad casi todos los pescadores peruanos a lo largo del litoral, es tan fuerte como la que surgió en mí después de negar a Jesús tres veces la noche fatídica en que arrestaron al Señor. Desde ese día me dediqué a propagar sus enseñanzas con más fuerza que antes. Cuando Jesús fue crucificado, cuando resucitó y luego subió a los cielos, ejercité un liderazgo entre los cristianos durante algún tiempo en Palestina. Después me encarcelaron, escapé de Jerusalén y me refugié en Siria, Grecia y Asia Menor, comunicando la buena nueva. El destino quiso que terminara en Roma donde fui nombrado como el primer Papa.

Pero mi historia en el Perú se remonta al tiempo en que llegaron los conquistadores españoles e impusieron el catolicismo; así, el culto por mí se fue extendiendo lenta pero incondicionalmente a lo largo de la costa, sobre todo entre los pescadores. Y Chimbote es una ciudad de pescadores, siempre lo ha sido; recuerdo a sus primeros pobladores allá por el siglo XVIII como si fuese ayer, se afincaron en unos cuantos ranchos de caña y vivían de la pesca artesanal, del comercio de leña; poco a poco Chimbote fue creciendo. De ese tiempo, de sus primeras rancherías data el culto por San Pedrito en este lugar; en esa época, algunas familias procedentes de Huanchaco (La Libertad) se instalaron en el Cerro Colorado y trajeron una pequeña imagen mía fabricada de piedra, la paseaban por la bahía suplicando por una buena pesca; así se empezó a hablar en el puerto de mí…

La voz de San Pedrito parecía flotar en la mitad de la noche, a esa altura de la madrugada se oía a lo lejos el reventar de las olas en el malecón de la ciudad. A ratos sentía la gélida brisa acariciando mis mejillas, recorriendo los jirones del centro de Chimbote y calando en los huesos de los durmientes pordioseros sobre las bancas de la Plaza de Armas; entonces pensé en mamá, en lo abrigada que estaría a esa hora debajo de sus tres frazadas y con sus medias de lana, y en lo preocupada que estaría si despertara y no me encontrara dormido en la habitación del fondo, en nuestra vieja casa de Miramar.

San Pedrito me miraba impertérrito, había momentos en que sus ojos parecían llenos de ceniza...


- ¿Y cómo era la devoción en ese tiempo? Imagino que Chimbote era muy pequeño, ¿cómo era tu fiesta en esos días?

- Verás, Josemaría, en ese tiempo, en los albores de Chimbote, los que ocupaban los escasos ranchos instalados a escasos metros del mar se encomendaban siempre ante este modesto pescador antes de salir a faenar. Desde el principio, siempre me tuvieron presente. La pesca era abundante en esos años y se convirtió en el más fácil y cómodo medio de subsistencia; de aquí se abastecía de pescado a Santa y a todos los pueblos del interior; a veces los pescadores llevaban tanto pescado que se quedaban a vivir fuera por temporadas y regresaban cuando volvían a necesitar del mar. Así era, hijo…

- Hubiese querido vivir en ese tiempo, sentir el fervor que ahora se ha perdido en gran parte, San Pedrito…

- Tú lo has dicho, muchacho, hemos dejado que se pierda. Antes, cuando Chimbote recién nacía como ciudad, allá en los primeros años del Siglo XX, las mujeres mayores del puerto tejían en sus casas innumerables cadenas hechas con lanitas de colores, hilos que se importaban del Caribe y que las familias acomodadas repartían con unción entre los peregrinos en junio, semanas antes de mi fiesta. Era otro tiempo, otra vida... Las ancianas se vestían de negro una semana para asistir a las novenas, la Cofradía de cargadores, veleros y sahumadores del Patrón San Pedro El Pescador alistaba con mucha anticipación las celebraciones; había concierto de música en los días de la víspera, luces de bengala y fuegos de artificio en el cielo, se quemaba incienso y palo santo en las viviendas y en el templo los chimbotanos se reunían para cantar “Alabanza de los Dioses”. Se rezaban letanías permanentes ante mi imagen, me prendían cientos de velitas. En ese tiempo yo tenía una pequeña capilla de cañas, hasta allá peregrinaban los fieles…

- Debe haber sido alucinante, San Pedrito; todo lo que me cuentas y sólo en los días de víspera... ¿Y el 29?, ¿cómo se vivía el 29 de junio, el día central de tu fiesta?

- El 29 de junio se amanecía con la salva de cincuenta cañonazos que despertaba a todo Chimbote. Las mujeres mayores salían de casa camino a la misa con grandes trajes y coronas en sus altos moños desde donde pendían mantos negros de seda. Tras ellas, tras sus familias, la servidumbre arreaba varias mulas que transportaban las miles de lanitas de colores que habían tejido las mujeres semanas antes. Como te he venido contando, muchacho, todo era muy distinto, tan diferente que quien sabe puedas estar pensando que soy un farsante, que estoy mintiendo.

- No, San Pedrito, cómo crees… Pero cuéntame más, explícame todo, ¿qué más sucedía el 29 de junio?

- Los chimbotanos peregrinaban a mi capilla el día central de mi fiesta, una ruidosa banda de músicos se encargaba de la atmósfera que debía reinar. Me vestían así como me ves ahora y como me ha gustado vestir siempre: de rojo, con sombrero de paja. La multitud avanzaba en procesión conmigo por la avenida Gálvez, por el Paso de los Muertos, la Pampa de la Viuda y por todas las calles de tierra de la ciudad. Olvidaba contarte que en ese tiempo me adornaban con pescaditos de plata, con buganvilias, con cartuchos traídos de Tambo Real, y solían rociar mi rostro con esencias, algo que en realidad no me gustaba mucho, pero qué podía hacer...

- Mi abuela me contó alguna vez que salías de pesca, que la procesión de entonces tenía sus peculiaridades…

- Salía de pesca, Josemaría, sí, por supuesto que salía a faenar en la bahía seguido de balandras, botes y chalanas con los fieles. Pero antes de ingresar al mar había retreta con cohetones, bombardas, nubes de polvo y hasta ladridos infinitos de perros. Cuando iba a ingresar al mar, niños disfrazados de angelitos me antecedían el paso arrojando flores, el coro de la capilla acompañaba el recorrido y los castillos con fuegos artificiales convertían a Chimbote en una ciudad hirviente, por todas partes había mujeres con cirios rojos, morados, azules, golpeándose el pecho. Así, ahumado por los cirios y la pólvora, me colocaban el anzuelo entre los dedos con una larga pita y entonces pescaba mojarrillas. Todo el mundo estallaba de alegría cuando mostraba las mojarrillas capturadas, momento que las mujeres aprovechaban para colocar detentes verdes a todos los pescadores circulando una alcancía donde se leía mi nombre. El 29 de junio se oían doblar las campanas en toda la ciudad...

- Tienes una gran historia, San Pedrito, de veras no entiendo por qué nadie la conoce, por qué no se ha difundido tu rico pasado que es al fin nuestra historia como chimbotanos, como pueblo…

- Tú sabes cómo son esas cosas, hijo, a quienes debe interesarles el tema no les interesa. Por esta parroquia, fundada en 1963, ha venido siempre mucha gente: investigadores, historiadores, intelectuales, profesores; todos hurgan en bibliotecas, archivos, se entrevistan con el párroco, llegan al templo, rezan, toman fotografías, pasan el rato y se van. Pero nadie me ha venido a preguntar directamente nunca nada; encantado les hubiera contado lo que ahora te cuento, cómo el Santo Patrón nos enseña a buscar nuestra identidad, a amar a Chimbote... No todo está en los libros, muchacho, la historia se escribe mal muchas veces. Debemos mirar más adentro de nosotros mismos, rescatar la tradición oral, lo que nos han contado nuestros abuelos y crecer en la fe, pero en una fe demostrada en obras de justicia, de toma de conciencia, de solidaridad para los que nada tienen…

A esa altura de la madrugada quise decirle a San Pedrito que desde esa noche lo quería más, que había dejado de ser el santo patrón formal que siempre fue y que ya no más lo vería desde lejos, mucho menos lo visitaría únicamente en junio. Quise decirle que ahora éramos amigos, que me considerara un camarada más de los muchos que debía tener en tantos años de fe y tradición. ¿Y si le invitaba un cafecito, un emoliente?, ¿y si esperaba a que amaneciese y me iba corriendo al mercado para comprar pan, tamales e invitarle al santo patrón? Afuera, el clima arreciaba y podía ser peligroso salir a caminar por la ciudad; era una de esas noches gélidas que penetran profundamente en los huesos…

- ¿Tienes frío?

- Soy pescador, muchacho, estoy acostumbrado. Pero veo que tú si tienes frío, no te vayas a enfermar; te estás congelando, ¿por qué no vas a casa y otro día vuelves de mañana para conversar? Tus padres deben estar muy preocupados. A propósito, ¿dónde vives, hijo?

- Mi casa está en la primera cuadra de la avenida Meiggs, frente al campo de fútbol del Alianza Miramar…

- O sea que eres de Miramar, barrio pelotero y popular…

- Mis abuelos llegaron a mediados de los años cuarenta, desde entonces ha sido nuestro lugar de siempre... ¿Sabes, San Pedrito? Me gustaría llevarte a casa, presentarte a mi familia, que conozcas a la abuela, ella siempre ha guardado un respeto y una fe enorme por ti…

- Gracias, hijo, pero me temo que eso no es posible. Mi lugar está en el templo, ése es el rol que debo desempeñar en la vida que me ha tocado. Eso no quiere decir que no me entusiasme la idea; en verdad me agradaría mucho compartir con ustedes, con los tuyos, pero no se vería bien que San Pedrito salga de su templo y vaya hasta Miramar a visitar sólo a una familia; los fieles se podrían celosos, ¿me entiendes, no?.. A veces –como en este caso- es necesario guardar las formas. Nomás te voy a pedir que guardes en secreto el haber conversado conmigo, Josemaría, no quiero un pandemonio, una multitud aquí en el templo, tampoco deseo periodistas amarillos ni chismosos alrededor mío, mucho menos portadas en los diarios donde se hable de “San Pedritos que hablan” o de “Vírgenes que lloran”… Me agradaría sí -y te lo digo con absoluta franqueza- que vengas a visitarme de cuando en cuando, muchacho; aquí me vas a encontrar siempre, además, ¿ya somos amigos, no?

- Claro que somos amigos, San Pedrito, por supuesto que lo somos. Esta ha sido una experiencia única, te agradezco el tiempo que me has dedicado; sin embargo, confieso que he quedado algo frustrado, sabes: me hubiese encantado invitarte una causa en el Vivero Forestal. Los domingos venden una causa riquísima, sólo comparada a la que preparan en Vinzos y que mi abuela cuenta que saboreaba mi familia en los años cincuenta, cuando viajaban en el tren que unía Chimbote con Huallanca…

- En verdad me encantaría, muchacho, no hay nada como una buena causa o un buen cebichito…

Esperando que amanezca, me puse a pensar en la excusa que le daría a mamá, en cómo explicar mi ausencia. ¿Y si me estaba buscando?, ¿y si no se había dado cuenta, pensaba que aún dormía y no quiso despertarme?, ¿y si fue a comprar pescado al muelle para freír en el desayuno y servirnos con zarza de cebolla y cafecito caliente?, ¿y si había dado cuenta a la policía de mi desaparición?... Exhausto por la trasnochada, preocupado sobremanera, salí de la iglesia San Pedro apenas despuntó el alba. En la avenida Pardo circulaban pocos automóviles, los emolienteros discutían con los ebrios que regresaban de las fiestas, Chimbote aún dormía. Con las manos en los bolsillos me encaminé a casa pensando en la tremenda irresponsabilidad cometida. En las esquinas de Miramar los obreros esperaban el autobús que los conduzca a las fábricas, a la siderurgia. Al llegar al Pasaje La Merced, por alguna razón mi casa me pareció distinta a como la había dejado; usé la llave, ingresé a hurtadillas, vi el reloj de pared y me vi acostado en el sofá de la sala, durmiendo y con el televisor encendido. Habían pasado largas horas. Estaba exhausto, era hora de trasladarme a la cama, de acostarme, de pretender que nada había ocurrido, de seguir durmiendo…

Publicado originalmente en www.mareacultural.blogspot.com